Un payaso
trágico
Se dice que el colombiano es apático, que no reacciona, que no protesta.
Falso.
Por: Julio César Londoño
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Aquí siempre hay protestas. Uno
siempre ve en las calles carteles y marchas gremiales, y encuentra reflejos de
la realidad en el arte y en las telenovelas, y las páginas editoriales son un
escenario permanente de debate de los problemas nacionales. Hay cientos de
miles de personas que protestan (o reprimen) con violencia: el Ejército, la
Policía, los paramilitares, los guerrilleros, la delincuencia común. Las
cárceles están atestadas de personas nada apáticas.
Las revoluciones de los últimos 50
años atomizaron el poder. Hasta hace poco, los destinos del país se decidían en
una reunión de cuatro o cinco señores blancos en Bogotá: el director de El
Tiempo, el jefe liberal y el jefe conservador, el cardenal primado y algún
cacao. Este cónclave elegía a dedo el presidente, el presidente elegía a dedo
los gobernadores y los gobernadores elegían a dedo sus alcaldes. Para completar
el cuadro, los medios de comunicación eran órganos partidistas. La “rosca”
perfecta.
El resultado fue pésimo, como evidencian la miseria y la violencia que
este modelo de “participación” generó.
Hoy, el poder está fragmentado. Tienen altas cuotas de poder los negros,
los indígenas, las mujeres, los blancos, los delfines, los transportadores, los
narcos, los paracos, los guerrilleros, los Ñoños, las Gatas, los Vargas,
Santos, Uribes y Gavirias. El resultado social es tan malo como el de los cinco
blancos santafereños, pero al menos es un desastre más demócrata. La
contemporánea es una tragedia en la que todos ponemos un granito de popis.
Lo que no ha cambiado, por desgracia, es la precaria formación política
del ciudadano promedio, lo que se traduce en altos índices de abstención,
electorado maleable, pésimas elecciones y electores arrepentidos, como los
“noes”, por ejemplo.
No todos los votantes del No están arrepentidos, por supuesto. Hay
“noes” firmes, como son firmes el odio, el miedo, los intereses económicos y el
fanatismo político o religioso.
Por estas personas siento una confusa mezcla de rechazo y compasión,
pero sus líderes solo inspiran asco. La historia jamás les perdonará su
mezquindad y el arsenal de maniobras criminales que utilizaron para manipular a
la gente más humilde y torpedear un proyecto urgente, una empresa de vida o
muerte, un viejo sueño del país, la paz.
Uribe, para hablar del principal líder, nunca aceptó que estuviéramos en
guerra, pero ahora hace hasta lo imposible por perpetuarla. En los últimos seis
años ha despreciado de manera sistemática la Justicia colombiana, y ahora exige
que se aplique con rigor esa misma Justicia… pero solo a los guerrilleros.
Siempre dijo que no había recursos para los programas de reparación, pero nunca
le pareció cara la guerra. Siempre se burló de las víctimas (“esos sujetos no
andaban cogiendo café”) y ahora pretende ser su vocero y defensor. Siempre negó
que hubiera desplazados (“son migrantes internos”, como todavía los llama José
Obdulio), aunque fue durante su gobierno que se dispararon el despojo de
tierras y el desplazamiento. Ningún ciudadano colombiano tiene más procesos
penales abiertos, pero anda convertido en adalid de la moral.
Uribe centró su campaña por el No en la “ideología de género” y en la
supuesta “entrega del país a las Farc”, pero desde el 3 de octubre no ha dicho
una palabra sobre esas tremendas amenazas: la epidemia homosexual y el fantasma
del comunismo.
Por estos perversos disparates, y por otros que no cabrían en todo el
periódico, Uribe pasará a la historia como el payaso más nefasto de nuestra
nefasta historia.